Cuatro fueron los relatos, aunque de
ninguna manera los únicos, que más me impresionaron dentro de la espléndida y
entrañable obra autobiográfica del recientemente fallecido Amós Oz, Un
historia de amor y oscuridad, sin duda uno de los mejores libros que he
leído en mi vida: sus polémicas con el fundador del Estado judío, David Ben-Gurión,
siendo aquel un pionero, casi adolescente, en el kibutz Hulda, donde se recluyó
de 1954 a 1985, es decir, desde los 15 años de edad hasta bien entrados los 46;
su descubrimiento del escritor norteamericano Sherwood Anderson, autor de Weinsburg,
Ohio; su discusión acerca del conflicto árabe-israelí con un pionero
más avezado y veterano que él, y el suicidio de su madre.
El suicidio, porque siempre ha sido un
tema apasionante para mí, además del drama per se que tan supremo y desgarrador
acto representa, pero no lo fue menos el descubrimiento que Amós hizo del autor
de Weinsburg, Ohio, cuando Oz estaba
experimentando en el kibutz un drama existencial: sentía que si escribía la
gran obra, podría viajar a París, Milán o Londres, pero, por otro lado, que
para escribir esa gran obra necesitaría vivir en París, Milán o Londres, y no
hallaba cómo salir de este círculo vicioso. Hasta que un día cayó en sus manos
el mentado libro, que terminó de leer en un suspiro, y cuando lo hubo hecho, se
llenó de una emoción y entusiasmo tales que lo hicieron brincar de gozo, y así
anduvo, rebosante de júbilo, por todo el kibutz realizando sus faenas hasta que
no paró a las tres y media de la madrugada.
Cuenta Amós que con esta obra hizo un
descubrimiento contario al de Copérnico, que demostró que la Tierra no era el
centro del universo, ya que le quedó claro, después de su lectura, que el
centro del universo es uno mismo y que todo gira alrededor de nuestro puño y
nuestra pluma. De otra manera no se explicaba cómo personajes tan simples y
anodinos como los de Sherwood Anderson podían dar origen a historias que lo
capturan a uno y que el autor acomoda en relatos más o menos independientes,
pero donde los protagonistas de una historia pueden transitar sin dificultad,
como personajes secundarios, a los de otra posterior.
Me emocioné tanto cuando leí esta parte
de la biografía de Oz que procedí de inmediato a ordenar mi copia electrónica
del libro de Anderson y lo devoré con igual fruición, aunque no anduve
brincando como aquel hasta las tres y media de la mañana, sino únicamente hasta
la medianoche. Porque yo también seguido pensaba que cómo era posible escribir
algo de interés sin vivir en la gran ciudad, o ya de perdida sin irse a
refundir a barrios como el Coecillo, la Arbide, San Miguel o León Moderno.
Gracias, Amós, y gracias, Sherwood, pues en efecto, uno es el centro del
universo.
Igualmente impresionante resulta su interacción
con el héroe fundador del Estado de Israel, David Ben-Gurión, siendo Oz
prácticamente un adolescente, al refutar éste una idea política del gran líder
y primer ministro de Israel en una carta enviada a la publicación donde Ben-Gurión
había externado tal idea. Todos sus compañeros en el kibutz le recriminaron su
osadía y le hacían el vacío, pero cuando el primer ministro le contestó a Amós
en su siguiente artículo sin mayores aspavientos, los mismos que lo
recriminaban ahora lo adulaban.
Tiempo después le llegó al kibutz una
invitación del mismísimo David Ben-Gurión para que lo visitara en su oficina.
Oz se preparó para esta cita lo mejor que pudo, por lo menos en su exterior,
pero cuando estuvo frente a él, se decepcionó rotundamente, pues en vez del
personaje omnipotente que imaginaba, se le presentó un individuo más bien
grotesco, que además tenía fama de creerse filósofo y especialista en Spinoza.
Sorprendió a Amós al comentarle sobre unos poemas que Oz había publicado en una
revista prácticamente desconocida y, en seguida, comenzó a “disertar” sobre
Spinoza, el filósofo, decía, de la paciencia y la tranquilidad, una y otra vez,
duro y dale. Cuando finalmente Amós creyó que podía externar su opinión,
Ben-Gurión lo interrumpió a media frase y continuó con su perorata. Al final,
terminó su actuación invitando a Oz a visitarlo cuantas veces quisiera, que no
dudara en venir a platicar con él. Dice Amós que lo dejó detrás de su escritorio como el gran bufón que ha
terminado su representación.
Más dramático resultó su encuentro con el
compañero más avezado y viejo que él al discutir el problema árabe-israelí, y
cuando Amós todavía no hacía el giro hacia una posición más tolerante en este
sentido. Es que ellos tienen tanto derecho a habitar en estas tierras como lo
tenemos nosotros, le decía su amigo, ¿por qué queremos echarlos o invadirlos?
¿Qué sentirías tú si trataran de hacer lo mismo con nosotros, que tanto nos ha
costado fundar este país? Pero ¿qué harías tú, le respondía Amós, si un fedayín
se colara adonde estamos ahorita y quisiera acribillarnos? Si tuviera la
capacidad de reacción oportuna y suficiente, ripostaba el amigo, lo acribillaba
antes yo a él, no hay más, pero si ellos se mantienen tranquilos en su
territorio, no tendríamos por qué ir a importunarlos y echarlos de sus posesiones,
tanto derecho tienen ellos como lo tenemos nosotros de permanecer en nuestras
respectivas tierras. Y a otra cosa, apurémonos con nuestra tarea, concluía.
Toda una lección para algunos de los halcones que gobiernan actualmente Eretz
Israel, digo yo.
Y más dramático aún es como evoca Oz el
recuerdo de la madre al momento de escribir el libro. El suicidio ocurrió la
noche del sábado 5 al domingo 6 de enero de 1952, cuando la madre tenía 38 años
de edad y Amós escasos 12, un par antes de que cambiara de nombre, de Amós
Klausner a Amós Oz (un simbólico rompimiento con el pasado), y se enrolara en
el kibutz Hulda. Fania Mussman padecía de continuas migrañas, insomnio, era
taciturna y gustaba de contarle historias a su hijo, que muchas veces empezaba ella
y continuaba él o viceversa. Esa noche se quedó a dormir en casa de su hermana
Haya en Tel Aviv, viviendo ellos en Jerusalén. Quizá, dice Amós, si yo hubiera
estado ahí al momento en que ella apuró esos barbitúricos de más para calmar
sus ansias y conciliar el sueño y le hubiese rogado que tuviera compasión de
mí, no los habría tomado.
Un personaje maravilloso en la vida de
Oz fue su abuelo paterno Alexander Klausner, hombre longevo, enamoradizo y
bohemio que casi llega a los 100 años de edad. Casado con una mujer mayor que
él, la abuela Shlomit, mujer fanática de la limpieza y la asepsia extremas que
se pasaba la vida limpiando y desinfectando cuanto se le cruzaba en el camino,
cuando el viejo, ya viudo, frisaba los 95, aleccionaba al nieto diciéndole que
la muerte de un joven de 19 años de edad constituía una desgracia, pero que la
muerte de un viejo como él, que casi alcanzaba el siglo, representaba una
verdadera tragedia, pues a esa edad se tiene ya una rutina de levantarse
temprano por las mañanas, irse a caminar por el bosque, regresar a desayunar un
té caliente con galletas mientras se lee el periódico, ducharse, volver a dar
otro paseo, regresar a comer, oír música y, por la tarde-noche, dedicarse a
pergeñar poemas. Y así decenas de cientos de veces a través de tantos años, de
manera que suspender todo eso de repente constituye una tragedia, mientras que
el joven probablemente no estuviera acostumbrado a tanto y, por lo mismo, nadie
fuera a extrañar su frugal accionar.
En otra ocasión, Amós ya casado y con
hijos, el abuelo lo llamó para instruirlo acerca de las mujeres, y pasaba en
seguida a perorar que el hombre era así y asado, pero que las mujeres poseían
una diferencia fundamental que Amós nunca debería pasar por alto si no quería
incurrir en faltas monumentales que la vida no le perdonaría, y el viejo terminaba
de pontificar diciendo que a través de tantísimos años él, Alexander Klausner,
jamás había logrado averiguar cuál era esa maldita diferencia.
La vida del padre, Ari Klausner, en
cambio, es un tanto triste y mediocre. Erudito y lingüista de reconocida
capacidad, nunca pudo superar la sombra del tío, Yosef Klausner, hermano de
Alexander, un historiador y literato reconocido internacionalmente. Nunca ayudó
al sobrino a que hiciera carrera en la universidad, pues no quería que lo
acusaran de nepotismo, y por ello llegó tan solo a ser bibliotecario. Tras el
suicidio de la esposa, se casó en segundas nupcias, se mudó a Inglaterra, tuvo
dos hijos y se doctoró en su especialidad. Sin embargo, al regresar a Israel,
nadie lo auxilió para que hiciera carrera en su querida universidad, pues ya
pasaba de los 50 y no querían perpetuar la influencia de Yosef, cuyas obras,
dice Amós, quizá con un poco de amargura por el trato que le dio a su padre,
habían pasado de moda y resultaban ya hasta un poco ingenuas, y no tuvo más
remedio que volver a ser bibliotecario.
No obstante, nunca perdió la fe en el
hijo, en quien veía encarnada la posibilidad de lo que él jamás llegaría a ser,
y por eso se dirigía a él, cuando niño, como Su Alteza, Su Señoría o Su
Excelencia, y cuando lo visitaba en el kibutz lo obsequiaba con regalos más
propios para un escritor que para un musculoso labriego u obrero de esa
sociedad, y así se lo decía y le suplicaba que no se olvidara de las letras. Oz
recuerda una ocurrencia del padre que éste repetía en cuanta oportunidad se le
presentaba: “Recuerda, Amós, que si alguien escribe algo basado en un libro, es
un plagiario; si lo hace basado en cinco, es un investigador, y si lo hace
basado en treinta, es un súper investigador”.
Amós Oz vivía en un ambiente
privilegiado desde el punto de vista intelectual, no únicamente entre la
familia, sino incluso dentro de los barrios que lo rodeaban, donde todos leían
y escribían. El vecino de enfrente de la casa de su famoso tío, y con quien
éste no simpatizaba en lo más mínimo, no
era otro que Agnón, el primer israelí en ser galardonado con el Nobel de
Literatura en 1966. Sin embargo, los Klausner-Mussman se llevaban bien con él.
Más aún, cuántas veces no fue el mismo Oz nominado para el mismo premio durante
su vida como escritor. Innumerables.
A nuestro personaje le tocó vivir de
primera mano siendo un crío la guerra que desataron contra Israel sus vecinos
cuando, primero, fue decretada la existencia de este Estado en la Asamblea
General de la ONU el 29 de noviembre de 1947, y, posteriormente, cuando fue
instaurado oficialmente por David Ben-Gurión el Estado de Israel el viernes 14
de mayo de 1948. Los ataques fueron inmisericordes y la familia dio cabida
dentro de su modesto departamento a cuantos se lo solicitaron, familiares,
amigos y vecinos. Vivieron hacinados y en condiciones de higiene verdaderamente
deplorables, además de que la escasez de todo, víveres y medicinas, era
generalizada. Curiosamente, la madre se aisló internamente y vivió dentro de su
mundo durante este periodo.
La lectura del libro de Amós me provocó
una envidia de la “buena”, pues cómo no envidiar a un escritor de esos tamaños
cuando uno pergeña solo estupideces, y cómo no envidiar a un pueblo como el
israelita, que invariablemente aparece dentro de las veinte economías más
prósperas del planeta, por encima de naciones como Bélgica, Austria, España,
China. Ojo, prósperas, de acuerdo al Reporte Global de Competitividad del World
Economic Forum, no grandes, pues dentro de éstas, hasta México califica y, de
acuerdo a un artículo que leía recientemente, aspiramos a ser la octava
economía más grande del mundo para el 2030. Ojalá esto se vaya dando
paralelamente con la prosperidad, ya que actualmente ocupamos un triste lugar
51 en una lista de 137 países.
Me podrán alegar que Singapur ocupa
invariablemente uno de los tres primeros lugares dentro de dicho reporte, a
veces incluso por encima de Estados Unidos, pero jamás podríamos comparar la
historia y la cultura del pueblo judío con las de Singapur, con todo respeto.
Una digresión final. Uno de los últimos
doctores que atendió a Fania, la mamá de Amós, le decía que el gran mal que
aqueja al ser humano es la mente, que si ésta pudiera ser extirpada mediante
una delicada intervención quirúrgica, el hombre viviría muchos años adicionales
y lo haría de forma más plena y más feliz.
Me propongo encontrar
a galeno tal.