Mis fans, aunque no me refiero
precisamente a los chavos de los tecnológicos regionales que participaron el
miércoles pasado en el Evento Nacional Estudiantil de Innovación Tecnológica
(ENEIT) que se llevó a cabo en el hotel Real de Minas de León, Guanajuato, y al
que fui invitado como jurado por un conocido mío. Más bien este encuentro,
donde se presentaron a concurso diversos proyectos en distintas áreas del saber
tecnológico, hizo patente la ingente brecha generacional que se ha abierto
desde que yo tenía la edad de estos jóvenes hasta nuestros días. En aquel
entonces (1975) iniciaba mi vida profesional en IBM lidiando con enormes
mastodontes computacionales, de toneladas de peso, y que disponían de una
memoria real (random access memory,
RAM, hoy en día) de ¡128 kilobytes!, pero que eran suficientes para correr
todos los procesos de los grandes bancos de la época. Ya después vinieron
máquinas de 256 y 512 kilobytes, y el gran salto, que constituyó todo un
acontecimiento, a la primera computadora de un mega (1,024 kilobytes), que era
ya incluso capaz de llevar a cabo procesos en línea, esto es, en tiempo real.
Pienso ahora en esos elefantiásicos
entes como los asustados seres que se dejan intimidar por los minúsculos
instrumentos del tamaño de un ratón, llamados teléfonos celulares, con
capacidades en memoria no de megas, sino de gigas, es decir, miles de veces
aquel mega del que tanto alardeamos hace más de 40 años, y con posibilidades de
cómputo igualmente multiplicadas por factores inimaginables. Yo me inicié en
esto de los celulares hace apenas un par de años y más que nada obligado por mi
banco, pues es ya el único medio de manejar los códigos de acceso. Claro, ya que
lo tengo, lo utilizo para las más cosas que puedo.
Pues bien, ahí nos tienen al poco más de
medio centenar de jurados divididos en grupos de tres para evaluar, cada uno, alrededor
de diez proyectos. A mi grupo le tocó calificar el desarrollo de aplicaciones
(Apps) para móviles. Los chavos nos presentaban su producto, nosotros les
hacíamos preguntas, que ellos respondían de la mejor manera posible, y
terminábamos haciéndoles recomendaciones para sus desarrollos. Por todo lo
dicho anteriormente, comprenderán ustedes que yo estaba un tanto al margen de
la jugada, con jóvenes entusiastas platicándonos de los más diversos proyectos,
desde el control de productos agropecuarios, hasta el diseño de ropa a la
medida, pasando por software para empresas turísticas, herramientas para el
estudio de los astros, hasta el control de la industria apícola. ¡Qué vitalidad
y qué interesante! Se contagiaba uno de su emoción. Una cuarta etapa de la
sesión consistía en la demostración en vivo, en los distintos stands de los
participantes, de su producto.
Y yo, aunque no tan calificado como los
estudiantes ni como mis dos compañeros de jurado, después de más de 20 años en IBM a
fines del siglo pasado, tampoco estoy tan descalificado como para evaluar las
bondades o carencias de un desarrollo tecnológico. Gocé todo el proceso
intensamente. Fue curioso, pero como indudablemente un servidor era el más
veterano de todos, ahí nos tienen en los pasillos atiborrados donde se ubicaban
los stands, con el paso incesante de personas, y a alguien ofreciéndome asiento
para que estuviera más cómodo. Más que ofendido, me sentí halagado y, por
supuesto, rechacé el ofrecimiento. Y otra vez, al final del día, al momento de
capturar nuestras evaluaciones de los distintos proyectos en la computadora,
alguien acercándoseme y preguntando si requería de ayuda para introducir la
información. De nuevo, rechacé caballerosamente la gentil oferta. Tiene sus
ventajas pertenecer al Inapam, además del pago de un porcentaje mínimo de
predial y el descuento de 50% en el transporte foráneo.
No obstante, esta mañana obtuve una
satisfacción que compensa cualquier impresión que uno pudiera ofrecer en
contrario. Durante mi corrida matutina de cada tercer día en un circuito ex
profeso cerca de la casa, un caballero septuagenario, con el que ya antes me
había cruzado, me inquirió mientras lo hacía que qué edad tenía yo; 69, le
respondí a voz en cuello, y ya al final, en la vuelta de enfriamiento, el mismo
caballero, pero acompañado de su esposa, me volvió a preguntar por mi edad y el
número de vueltas que le daba al circuito. Diez, le respondí, y la mujer se
unió entusiastamente a la plática para, después de algunos elogios, animarme: “¡Nosotros
somos sus fans!”. Ya anteriormente un chavo, que se desesperó de verme dar
vueltas como mayate, se me plantó enfrente y me hizo la misma pregunta: ¿Pues
cuántas vueltas da usted? “Diez, mi estimado, diez”.
Es una de las pocas cosas que creo hacer
bien en la vida, no en balde llevo en ello casi 40 años, con mi máximo orgullo el
2:53:43 en el 92 maratón de Boston, el lunes 18 de abril de 1988, Día del
Patriota, y que me mantiene en buena condición física hasta la fecha, no así
mental. Como siempre he dicho, excelente hardware
corriendo un pésimo software.
Por cierto, acabo de
leer una maravillosa frase de Philip Roth, a propósito de nada, en su
fascinante novela El teatro de Sabbath:
“… la vida es futilidad, una experiencia terrible, pero lo realmente importante
es la lectura.”. ¡Qué divino, totalmente de acuerdo!
... y escribo este artículo en la víspera
de mi aniversario de bodas 29 con la dulce Elena. Comíamos, ella y yo solos en
la casa, y le comentaba que poco antes me había sentado frente a la computadora
para escribir algo, pero no tenía idea ni qué, aunque después de una botella de
merlot (entre los dos, por supuesto), las ideas se aclaran, y lo que antes era
apenas un atisbo sobre la futilidad de la existencia, se vuelve, así, un
argumento sólido e incontrovertible.
Y es que, en efecto, pienso que el solo
bochorno de la muerte nos debería llevar a pensar en la futilidad de la vida.
Digo esto en base a la tragedia reciente que acaba de sufrir mi esposa con la
pérdida dramática de su mejor amiga, o la experimentada por mí mismo en la
persona de mi padre y su agonía de casi nueve años, cuadrapléjico y en cama,
pero, sobre todo, por el magistral relato que hace Philip Roth de los últimos
tiempos en la vida de su padre, aquejado de un tumor “benigno” en el cerebro,
que de cualquier manera crecía e iba afectando su calidad de vida. Todo esto
nos lo relata el laureado escritor norteamericano en su conmovedor libro Patrimonio / Una historia verdadera.
Ahí nos describe Roth cómo se tuvo que
prodigar para hacer menos miserables los últimos años en la vida de su padre,
una vez que le hubieron detectado el tumor. El señor, un exitoso agente de
seguros que llega a ser responsable de toda una región en la compañía para la
que trabajaba, es consciente de su mal y, ya viudo, trata de sobrellevarla
conociendo incluso a otras damas, principalmente una, de la que se podría decir
que se hace pareja.
Philip sufre, tanto o más que su padre,
por todas las peripecias que les toca vivir juntos como consecuencia del mal
que aqueja a éste. Me impresionó, más que nada, el pasaje en el que su padre,
ya medio inválido y constipado de toda la vida, no alcanza a llegar al baño y
desperdiga toda su porquería por donde va pasando hasta salpicar incluso los
cepillos de dientes. Y ahí tienen al bueno de su hijo haciendo tras de él la
limpieza de todo, incluidas las uniones de los mosaicos en el piso con los
cepillos así inutilizados, aunque confiesa que ésta en particular resulta ser
una misión casi imposible.
En fin, para no correr el cuento largo y
después de que acordaran que el señor no se sometería a ninguna intervención
invasiva para extirpar el tumor, se llega al momento de determinar qué hacer
cuando el padre no pueda decidir ya por sí mismo el curso de lo que resta de su
vida. Alguien le recomienda a Philip la alternativa legal de la voluntad
anticipada en la que tanto él como su hermano mayor pudieran tomar la decisión
sobre la acción a seguir en un momento dado, pero Roth no se atreve a
planteársela a su padre, hasta que, armado de valor, se para frente a él y se
lo propone. La sorpresa de aquél fue grande cuando éste, como buen agente de
seguros y muy quitado de la pena, le respondió: “Claro, ¿dónde firmo?”.
Por ese entonces, a Philip le viene un
padecimiento cardiaco después de una sesión de natación y requiere de un
cuádruple bypass de emergencia. Su padre, ya en total postración no es
informado, pero cuando del New York Times
llaman al hospital para saber del estado de salud del famoso escritor, Roth se
da cuenta del peligro de que el señor, fanático de ese diario, se entere
indirectamente del mal de su hijo que, por otro lado, se siente feliz, “como la
madre que alimenta a su bebé recién nacido”, dice, después de que sus arterias
han sido liberadas y su corazón puede absorber libremente toda la sangre que
necesita para su cabal funcionamiento. Como el recién nacido que mama, pues.
Entonces procede a informárselo
personalmente a su padre, quien llora desconsoladamente al percatarse que ya no
es de ninguna utilidad para sus hijos (suena más enternecedor en inglés: children).
Y así se llega al dramático desenlace de
la historia. El señor Roth, con problemas respiratorios serios a causa de su
mal, a punto de empezar a ser alimentado mediante una sonda directamente
conectada a su estómago y quizá no siendo ya consciente del todo, requiere que
su hijo menor y muy querido, por ausencia del mayor, tome la decisión que más
convenga de acuerdo a lo estipulado en su voluntad anticipada. Así, Philip Roth
se acerca a su padre y, lloroso, lo abraza y le musita cariñosamente al oído:
“Papá, te voy a tener que dejar ir”.
Que conste, cuando
hube terminado este artículo, ya estaba yo sobrio al diez por ciento y, después
de releerlo, me pareció digno como para que otros lo lean, aunque mañana, mero
día de nuestro aniversario de bodas, tendrá que correr la segunda botella de
merlot, desde luego, pero esta vez en el restaurante al que he de llevar a mi
esposa para la celebración plena de nuestro aniversario. A ver si así surge
alguna otra idea.
Suena a pleonasmo, pero la alternativa, Un francés soberbio, aún peor, podría
sonar a excepción. En fin, eso es lo que es Emmanuel Carrère: un soberbio, y si no, juzguen ustedes cuando el
escritor afirma, “temeroso”, que él tampoco cumple con el mandato con el que Jesús
invita al joven rico a abandonarlo todo y seguirle. Asevera Carrère: “Soy rico, talentoso, elogiado, tengo mérito y soy consciente
de mi mérito: ¡por todo esto, ay de mí!” ¡Pobre! Insisto, ¡soberbio!
Previamente, había afirmado ya que es inteligente. Únicamente le faltó añadir
que, para ser perfecto, sólo le resta ser modesto.
Ello consta en su aclamado
y fascinante libro El Reino (“página” 67%, ubicación 4740 de mi copia electrónica),
que, junto con el resto de su obra, le valió el Premio FIL (Feria Internacional
del Libro de Guadalajara) de Literatura 2017. El libro es un recuento de
experiencias personales del autor y de los primeros años del cristianismo, que
se centran, aunque no exclusivamente, en las magnéticas personalidades de los
discípulos de Cristo Pablo y Lucas y sus apasionantes correrías a lo largo de
la segunda mitad del siglo I de nuestra era, en pleno Imperio Romano, del que
también se ocupa prolijamente.
Habiendo cursado mi
educación básica, media y media superior en planteles confesionales de la
Ciudad de México, esto me sonó a un interesantísimo repaso, claro que, dado mi
actual agnosticismo, leído ya sin las angustias que me atormentaban en aquel tiempo,
y con un placer sin igual, pues Carrère de verdad entró a un estudio profundo de la época o,
como él mismo dice, se sobó el lomo de lo lindo, esfuerzo que mi ateísmo hace
ver como una maravilloso novela histórica, ya que los personajes ahí
involucrados existieron todos, aunque sin zarandajas de resurrecciones,
milagros y chabacanerías por el estilo.
El autor, después de haber
recibido una educación religiosa forzada, sin convicciones y descreída, como la
mía, se convirtió realmente al cristianismo en su edad adulta gracias a una “revelación”,
que él ubica en Le Levron hace más de veinticinco años y la atribuye a la “palabra
misteriosa” de San Juan: “En vedad en verdad os digo: cuando eras joven tú
mismo te ceñías la cintura e ibas a donde querías; pero cuando seas viejo,
extenderás las manos y otro te la ceñirá y te llevará a donde tú no quieras.”.
Llegó, así, al extremo de la mojigatería (iba a misa y comulgaba todos los días,
y confesaba sus pecados con regularidad), sólo para volver a dudar nuevamente,
renegar de la Resurrección de Jesús y declararse agnóstico de tiempo completo,
profundamente avergonzado de su gazmoñería previa. Esto no le impide admirar a
Jesús, el personaje histórico, y tener en mucho sus enseñanzas, y la
simplicidad, originalidad y poesía con que las transmite.
Carrère
intenta una mínima recopilación de estas enseñanzas y concluye que “el que
habla es un hombre, sólo un hombre, que nunca nos pide que creamos en él, sino únicamente que pongamos en práctica sus
palabras.” Y agrega: “Pero no haría falta empujarme mucho para hacerme decir
que, incluso sin creer en él, se puede extraer de esta recopilación lo que el
apologista Justino, en el siglo II, llamaba ‘la única filosofía segura y
provechosa’. Que si existe una brújula para saber si se toma o no una ruta
falsa en cada instante de la vida, aquí la tenemos.”
Todo lo anterior justifica
la frase de los guardias que apresaron a Jesús: “Nunca ha hablado nadie como
este hombre.”
Si se me permite un punto
de vista personal a propósito de lo afirmado hasta ahora, creo firmemente que
todo en esta vida debiera reducirse a un único mandamiento de sólo cuatro
palabras: no jodas al prójimo. No que yo lo cumpla, conste, pero debiera. De
ahí en fuera, uno puede hacer con su vida lo que le plazca, hasta joderse a sí
mismo, ¡sublime libertad!
No hay desperdicio en
afirmar que el soberbio (magnífico) libro del francés soberbio (vanidoso)
resulta ampliamente recomendable, y el cual Carrère se atreve a finalizar así: “Lo he escrito entorpecido
por lo que soy: un hombre inteligente, rico, de posición: otros tantos
impedimentos para entrar en el Reino. Con todo, lo he intentado. Y lo que me
pregunto en el momento de abandonar este libro es si traiciona al joven que
fui, y al Señor en quien creí, o si, a su manera, les ha sido fiel.
“No lo sé.”
Yo
tampoco, primordialmente por la auto vociferada “humildad” de don Emmanuel.