Siempre se me ha hecho más difícil
abordar un libro de las llamadas ciencias “blandas”, como la sociología, que de
las denominadas “duras” (física,
matemáticas) y las “semiduras”, como la economía. No ha mucho abordé uno de
dichos textos blandos: La estructura de
las revoluciones científicas, de Thomas S. Kuhn, que tal vez por el tema y
por ser su autor un sociólogo doctorado en física no resultó tan “blando” y me pareció
fascinante.
No estaba ocurriendo así con De la ligereza, del sociólogo y filósofo
francés Gilles Lipovetsky. Un buen amigo mío confiesa que él lee poco, y si lo
que lee no le gusta, no le da más de uno o dos capítulos antes de claudicar. También
afirma que no hay libro de administración de negocios (él es el director del
Campus Tecnológico de la filial en Guadalajara de una de las corporaciones más
grandes e importantes del mundo) que no le haya dado a uno más del 90% de su
contenido neto al llegar al capítulo tres, que el resto sólo sirve para dar
volumen y justificar el precio. Germán Dehesa le da la razón a mi amigo, pues
afirmaba que si un libro no le gustaba habiendo leído veinte páginas, lo dejaba
a un lado.
Algo extrañamente similar me estaba
ocurriendo con Lipovetsky, ya que durante esas fatídicas primeras veinte
páginas no abandonaba la idea circular de que lo ligero había llegado para
quedarse entre nosotros, y no mucho más. Para bien o para mal, mi obcecación y
terquedad me llevan más bien a buscar en todo libro esas veinte páginas que lo
rediman, y afortunadamente en este caso no hubo que esperar mucho.
Dice el autor que su texto aborda la
ligereza “que se materializa en observables figuras concretas, en la historia
de las sociedades y sobre todo en el mundo actual” y que en las páginas de su
libro “no se encontrará ni una apología ni una condena moral o política de la
ligereza”. Sin embargo, no deja de preguntarse “¿Cómo glorificar la ligereza
consumista cuando ha hecho mermar el valor y la deseabilidad de la alta
cultura, cuando genera la obsesión por el consumo y contribuye a degradar la
ecosfera?”.
En este tenor, son impresionantes las
cifras que aporta Lipovetsky: “En 2012 se produjeron en el mundo 288 millones
de toneladas de materias plásticas, la mayor parte de las cuales acabará antes
o después en el ambiente, sobre todo en los océanos”. Además: “Las bolsas de
plástico, esas maravillas de la ligereza tecnológica capaces de sostener una
carga dos mil veces superior a su peso, plantean cada vez más problemas
ecológicos: a principios del siglo XXI se fabricó un billón de unidades que
necesitarán cuatro siglos para empezar a degradarse”, pero en el ínter, “el
plástico superligero pone en peligro el ganado, las especies marinas y el
litoral”.
En el mismo sentido: “La civilización de
lo ligero tiene una necesidad creciente de energía y materiales sólidos… Para
obtener 30 gramos de platino hay que tratar 10 toneladas de mineral; una
tonelada de cobre exige entre 100 y 350 toneladas de roca… En la vida, lo
ligero se experimenta como lo contrario de lo pesado; pero en la esfera de
producción de “cosas” no puede prescindir de lo pesado.”
En cuanto a las energías: “las centrales
térmicas de carbón producen más del 40% de la electricidad mundial… las
energías eólicas aportan el 1.5%… y la solar veinte veces menos. En estas
condiciones sólo el gas y el carbón podrían reemplazar a la energía nuclear,
pero al precio de aumentar las emisiones de CO2”. Es decir, “la energía nuclear
aparece como la industria que permitirá salir de una transformación climática
catastrófica en la segunda mitad de este siglo”, pero mientras tanto, para gloria
de Trump, continuará la primacía del carbón durante los próximos 30 años.
Por otro lado, Monsieur Lipovetsky se
lamenta amargamente de que la llegada de Internet y Google ha degradado
lastimosamente el rigor y la calidad del quehacer académico y de investigación,
y casi afirma que estas dos actividades tendrían que ser el producto de la
sangre, el sudor y las lágrimas que Churchill derramara en otra época y por
otras razones, y para ello “vuelve” a otorgar al maestro el papel seminal que
debe jugar en la consecución de tan noble fin.
Y así por el estilo, Gilles Lipovetsky
aborda el tema de la ligereza/pesantez en múltiples otras áreas, tan diversas
como la vida, el cuerpo, la moda, el arte, el diseño y la arquitectura, y a tal
nivel de erudición en estos últimos campos en cuanto a estilos, autores y obras
que no puede uno menos que dudar que el señor lo haya visto todo y tenga
conocimiento tan amplio de todo. De verdad, es impresionante. Yo intenté
seguirle el paso en cuanto a las obras de arte y arquitectónicas que citaba,
así como en cuanto ¡a la moda!, consultando las imágenes respectivas en
Internet, y desistí, pues resultó una labor ingente e imposible de cumplir.
Imagínense ahora haberlo vivido y experimentado todo personalmente. Muy
seguramente dispondrá de un equipo de trabajo muy amplio, eficiente y capaz.
Como quiera que sea,
este libro resultó a final de cuentas fascinante también, sobre todo cuando el
autor, como buen filósofo, incluye casi al terminar un pensamiento de Nietzsche
que me parece impecable: “Lo que hace falta: es preciso ser un hombre ligero o
un hombre aligerado por el arte y el saber.”
En un escrito anterior prometí comentar
acerca del libro que entonces estaba leyendo, La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy o,
simplemente, Tristram Shandy, del
irlandés Laurence Sterne. A decir verdad, el libro me pareció una bobera, a
pesar de “la vida y las opiniones del caballero” Javier Marías, el célebre
escritor ibérico y traductor al español de la obra, que, como en aquel
entonces, aquí reproduzco: “Tristram
Shandy es mi libro favorito: es, a un mismo tiempo, la novela clásica más
cercana al Quijote y a la del siglo
en que escribo; tanto su recuerdo como su frecuentación esporádica me producen
un indefectible placer; puede abrirse por cualquier página, con asombro y
sonrisa siempre. No creo haber aprendido más sobre el arte de la novela que
durante su traducción. Sin duda, mi mejor obra.” ¡Qué despropósito!
Más que de la vida, versa únicamente
sobre las “opiniones” de Tristram Shandy, narrador en primera persona de la
novela, que sólo en el volumen VII del libro, donde la voz de Tristram se
confunde con la del propio autor al tratarse de una reseña autobiográfica de
éste, hace honor al largo título de la obra. El resto no es más que una anodina
e inane descripción de la vida igualmente simple de otros (Mr. Shandy, el tío
Toby y su fiel escudero Trim, Mr. Yorick, criados, sirvientes y parejas de los
protagonistas), con múltiples digresiones de las que el mismo autor, en boca
del narrador, hace mofa y que lo llevan a uno a creer que se pierde el hilo de
la narración, que es lo que Sterne persigue con toda intención.
Tristram narra esa vida de los otros
desde antes incluso de que él viniera al mundo, el chusco modo en que fue
concebido, el accidente que ocurrió con su nariz al nacer, la no menos equívoca
manera en que fue bautizado con el nombre de Tristram, cuando su padre quería
que fuera Trismegisto y consideraba que estos tres accidentes del destino
(concepción, forma de la nariz y nombre) marcan indefectiblemente la vida de
cualquiera. Pero, además de esto, son poquísimos los episodios en que estemos
siendo testigos en realidad de la vida y las opiniones de Tristram Shandy,
salvo el referido volumen autobiográfico de Sterne, que curiosamente lo produjo
para esta novela por entregas (enero de 1760 a enero de 1767) en un momento en
que el tema parecía totalmente agotado.
Fuera de tres o cuatro pasajes del libro
que verdaderamente me envolvieron, la mayor parte de él me pareció falto del
encanto en que Marías seguramente querría que cayéramos. La lectura, además, se
hace pesadísima con las mil 107 notas
que se incluyen al final del libro, muy a pesar de la advertencia de don
Javier de acudir a ellas sólo cuando no se entienda algo y dejar el resto a los
eruditos para no perder el ritmo de la novela, ¿pero quién le garantiza al
lector que no está omitiendo algo de “vital” importancia, sobre todo cuando se
es tan obsesivo como el que esto escribe? Y sí, muchísimas de las notas de
Marías son de una supina petulancia y extremadamente prolijas. Además, en ellas
insiste de continuo en alertarnos sobre las connotaciones sexuales de la obra,
como una fijación, vamos. Y es que el autor tuvo en su época, ¡hace exactamente
un cuarto de milenio!, fama de lascivo, aunque, comparado con lo que se escribe
en la actualidad, su literatura estaría hoy en día primordialmente dirigida a
un público infantil. Por otro lado, no hay peor cuento verde, como le llaman
los paisanos del traductor, que el que se tiene que explicar, pues termina por
perder toda su gracia y hasta por volverse odioso, algo que en el caso de
Marías se cumple a cabalidad con la mejor de las intenciones.
Lo que me parece también un despropósito
es tratar de establecer un paralelismo entre Sterne y Cervantes y, peor aún,
entre el Tristram y el Quijote. No se puede atribuir más que a
mi incultura e ignorancia el que yo no haya oído hablar de Sterne sino hasta el
seminario de Alejandro Toledo sobre Del Paso en la librería Efraín Huerta del
Fondo de Cultura Económica en 2016, en cambio a Cervantes y el Quijote llevo yo oyéndolos mentar no
menos de 60 años, no importa que no haya emprendido su cabal lectura sino hasta
2005 con motivo del cuarto centenario de la aparición de la primera parte de la
obra, aunque ya con anterioridad me obligaran a leer y comentar pasajes
selectos de la novela durante mis años mozos de secundaria, hace más de 50. Por
la misma época, sin embargo, tuve oportunidad de leer algunas de las Novelas Ejemplares del mismo autor, que
me embelesaron.
Con Sterne, no obstante, la frustración
de buscar sin encontrar su novela, como ya relaté en el mismo escrito a que
hago referencia al principio, me llevaron a “conformarme” con la lectura de la
que sí encontré: su “obra maestra”, como la llama Marías, Viaje sentimental por Francia e Italia, y de la que no recuerdo
absolutamente nada, excepto el desencanto que me produjo. Esta obrita (por sus
dimensiones) es “una originalísima sátira de los libros de viajes que no fue
bien entendida por el público”, de nuevo según Marías.
Se puede establecer un paralelismo entre
la traducción del Tristram y la
edición conmemorativa del Quijote, de
la Asociación de Academias de la Lengua Española y Alfaguara, que yo leí: la
ingente cantidad de notas explicativas, al final del libro en aquél y a pie de
página en éste, con una notable diferencia: mientras que las mil 107 de Marías
se tornan insoportables en un momento dado, los millares del Quijote resultan
frescas, pertinentes y ágiles.
Tristram
ha sido controversial desde el momento de su aparición hasta la fecha, y Javier
Marías y un servidor somos un vivo ejemplo de ello, pero ha habido otros a lo
largo de la historia que dan testimonio de lo mismo. Como se vio, Marías
decidió hacer de esta obra de Sterne un proyecto de vida, el vastísimo trabajo
documental al final del libro y la traducción misma de esta novela de alrededor
de 600 páginas así lo atestiguan. Todo esto más digno de un trabajo doctoral
universitario que de otra cosa.
Me desconcierta lo que dice Andrew
Wright en la introducción al libro de Sterne: “no es exagerado decir que, de
todos los novelistas ingleses de primera fila del siglo XVIII, ha sido Sterne
el que ha ejercido un influjo más penetrante en la literatura del siglo XX:
James Joyce, Virginia Woolf, Samuel Beckett y Michel Butor son tan sólo los
ejemplos más ilustres de esta influencia.” No soy especialista, pero me niego a
notar atisbos de dicha influencia en Los
dublineses, Retrato del artista
adolescente y hasta en Ulises, de
Joyce, por no hablar de La señora
Dalloway y Al faro, de Woolf, no
así en Esperando a Godot, de Beckett,
cuyo absurdo se podría avenir un poco más con el estilo de Sterne en Tristram, algo de lo que tal vez ni el
propio Beckett era consciente.
En fin, yo más bien me pondría del lado
de sus detractores, los novelistas Samuel Richardson, Oliver Goldsmith, Tobias
Smollett y Horace Walpole, y el Dr. Samuel Johnson, el mejor crítico literario
en idioma inglés. Curiosamente, entre sus defensores se encuentra el biógrafo
de este último, James Boswell.
Finalmente, me sorprende que Javier
Marías no tenga como su libro favorito al Quijote
de su paisano Cervantes en vez del Tristram
de Sterne y sobre quien se supondría que aquél ejerció una influencia
definitiva. Para mí, además de la diferencia abismal que considero existe entre
ambas novelas, sí tengo al Quijote
como uno de mis libros favoritos, no sé si como el que más, pero peleando
férreamente el puesto. No quisiera decir que contra Los Buddenbrook, de Thomas Mann, pero ya lo dije, aunque la opinión
resulte sumamente injusta para con tantos otros libros que se han leído y que,
como Vargas Llosa atinadamente señala, nos han permitido vivir realidades tan
ajenas a las de nuestro pobre y diario existir.