El estado de ánimo de Buddenbrook, en esa etapa de su vida narrada en la novela, era el propicio para llegar a ese éxtasis: a pesar de sus denodados esfuerzos y duro trabajo de toda la vida por conservar el estatus de privilegio de su familia, que venía desde su abuelo y tal vez antes, ésta ha declinado irremisiblemente, y la debilidad y fragilidad de su hijo único, Hanno, aún menor de edad, le han hecho perder totalmente la esperanza de que éste pudiera rescatar nada. Buddenbrook, escribe Mann, devoraba el libro de Schopenhauer, entendiendo algunas cosas, no haciéndolo con otras, pero entrando paulatinamente en ese estado de excitación hasta llegar al detonante crucial: Sobre la muerte y su relación con el carácter indestructible de nuestro ser en sí (capítulo 41, libro cuarto, segundo volumen de la obra de Schopenhauer, FCE, 2003).
Después de ese exultante estado de ánimo, Buddenbrook vuelve de súbito a la normalidad y ya sabe lo que tiene que hacer: manda llamar a su abogado para redactar su testamento, pone de guardia a Hanno a la entrada del gabinete donde se reúne con aquél y le ordena que no permita que nadie los interrumpa. No mucho tiempo después, nuestro personaje muere.
Y fue Mann quien reavivó mi curiosidad por Schopenhauer porque ya lo tenía yo dentro de mis asignaturas pendientes, pero ese miedo que los estúpidos prejuicios propios y los de los demás acarrean, me hacían tenerlo como algo innecesario para mi carácter, ya de por sí sombrío y propenso a la depresión. ¡Qué gran pérdida haberlo comenzado a leer tan a destiempo! Debiera ser lectura obligada a partir de la adolescencia, cuando más tarde. De esta manera se liberarían los jóvenes de una serie de culpas, supersticiones, escrúpulos y taras en general. No en balde Borges aprendió el alemán, primordialmente, para leer a Schopenhauer, de quien dijo que pocas cosas le habían ocurrido más dignas de memoria que su pensamiento y que este filósofo “acaso descifró el universo”.
Y es que, literalmente, eso es lo que hace Schopenhauer, descifrar el mundo, al articular una filosofía coherente y entendible en que todo lo reduce a la voluntad, o la cosa en-sí, como él le llama, ya que el intelecto es lo único que se deteriora, envejece y paulatinamente desaparece, sin dejar de ser, nunca, esclavo de la voluntad. La voluntad, en cambio, es inmortal, pues embona eventualmente con otro intelecto en una especie de metempsicosis, que Schopenhauer bautiza como palingenesia. Y al diablo, por supuesto, con el alma, la religión, la vida eterna y todas esas zarandajas con que se envilece a la infancia a partir, y aún antes, de la “primera comunión”, genial sarcasmo utilizado por Schopenhauer.
Muy probablemente cualquier intelectual envidiaría las condiciones excepcionales que el filósofo alemán Arthur Schopenhauer tuvo para crear: un padre generoso que lo llevaba de viaje para que aprendiera el negocio del comercio al que él se dedicaba o que, si lo prefería, le permitía quedarse en casa para que continuara sus estudios, y que al final le legó una fortuna importante para que se dedicara de por vida a lo que él más disfrutaba: pensar.
Su magna obra, El mundo como voluntad y representación (FCE, 2003), consta de dos volúmenes, editados y traducidos por el investigador madrileño Roberto R. Aramayo. Dice Schopenhauer que cuando publicó el segundo, un cuarto de siglo después que el primero, tan voluminoso como éste aunque únicamente comentando el contenido del volumen original, fue muy gratificante comprobar que seguía pensando igual y que nada cambiaría de esa obra inicial. La edición de Aramayo y el Fondo es magnífica y muy bien cuidada, con una espléndida introducción de aquél y muy pertinentes notas a pié de página, sin faltar los inevitables errores tipográficos y otros pocos de sintaxis que no desmerecen para nada la calidad del trabajo.
Nunca antes me había acercado a la obra de
Schopenhauer, y lo hice ahora con cierta reticencia por los prejuicios que se
suelen dar alrededor de grandes pensadores como éste, o como Nietzsche, quien
no en balde lo declara como uno de sus maestros, pues suele considerárseles
como prototipos del fatalismo, el pesimismo, la depresión. Filósofos malditos,
pues.
Su lectura resultó para mí una magnífica y grata experiencia, ya que si bien es cierto que Schopenhauer tiene en poco a la vida, sobre todo en cuanto a lo que de rutinario ésta ofrece y que nos hace sentir perennemente insatisfechos cuando tratamos de abandonar dicha rutina para volver a caer inevitablemente en ella, encuentra espacios e instantes donde probablemente uno pueda conseguir esta evasión y hasta, en sus propias palabras, ser feliz: como el disfrute fugaz del arte y, especialmente, de la música.
Schopenhauer lo traduce todo a la voluntad, la particularidad que distingue al hombre de los minerales, los vegetales y las bestias, o a lo que el autor y el traductor consideran la cosa en-sí, y, en su caso extremo, a la voluntad de no querer, es decir, al querer no querer, para llegar así a un estado como de desprendimiento o misticismo en que se renuncia a todo. Sólo de esta manera se evita el estar continuamente deseando algo nuevo o diferente para eludir el fastidio de la vida. No es una casualidad que ponga como un ejemplo típico de esto a San Francisco, quien dijo que de esta vida necesitaba pocas cosas y que las que necesitaba las necesitaba poco.
Así es como Schopenhauer llega a su idea central y que quizá sea la que escandalice a lectores distraídos: el suicidio o la renuncia absoluta. Él no lo propone, únicamente llega a éste como un desenlace inevitable a la teoría que desarrolló durante toda su vida, de manera enteramente similar a como Einstein concluye que energía es igual a masa por velocidad de la luz al cuadrado. Mal haría el autor en proponer el suicidio cuando tan interesado estaba en las minucias de este mundo, como la vez que reclamó que no se premiara uno de sus trabajos que había presentado a concurso y éste se declaró desierto, muy a pesar de que Schopenhauer fue el único que se presentó. Pero no se piense mal, otros trabajos suyos sí fueron premiados a lo largo de su existencia.
Seguramente lo que evitó que Schopenhauer se tomara muy en serio fueron las condiciones envidiables en que desarrolló su filosofía, su arte y, en última instancia, lo que le gustaba. Como apunta la breve cronología al principio del libro: “La mañana del 21 de septiembre (de 1860, a los 72 años) su ama de llaves lo encuentra reclinado en el brazo del sofá con un gesto apacible. Schopenhauer ha ‘despertado’ del breve sueño de la vida.”
Su lectura resultó para mí una magnífica y grata experiencia, ya que si bien es cierto que Schopenhauer tiene en poco a la vida, sobre todo en cuanto a lo que de rutinario ésta ofrece y que nos hace sentir perennemente insatisfechos cuando tratamos de abandonar dicha rutina para volver a caer inevitablemente en ella, encuentra espacios e instantes donde probablemente uno pueda conseguir esta evasión y hasta, en sus propias palabras, ser feliz: como el disfrute fugaz del arte y, especialmente, de la música.
Schopenhauer lo traduce todo a la voluntad, la particularidad que distingue al hombre de los minerales, los vegetales y las bestias, o a lo que el autor y el traductor consideran la cosa en-sí, y, en su caso extremo, a la voluntad de no querer, es decir, al querer no querer, para llegar así a un estado como de desprendimiento o misticismo en que se renuncia a todo. Sólo de esta manera se evita el estar continuamente deseando algo nuevo o diferente para eludir el fastidio de la vida. No es una casualidad que ponga como un ejemplo típico de esto a San Francisco, quien dijo que de esta vida necesitaba pocas cosas y que las que necesitaba las necesitaba poco.
Así es como Schopenhauer llega a su idea central y que quizá sea la que escandalice a lectores distraídos: el suicidio o la renuncia absoluta. Él no lo propone, únicamente llega a éste como un desenlace inevitable a la teoría que desarrolló durante toda su vida, de manera enteramente similar a como Einstein concluye que energía es igual a masa por velocidad de la luz al cuadrado. Mal haría el autor en proponer el suicidio cuando tan interesado estaba en las minucias de este mundo, como la vez que reclamó que no se premiara uno de sus trabajos que había presentado a concurso y éste se declaró desierto, muy a pesar de que Schopenhauer fue el único que se presentó. Pero no se piense mal, otros trabajos suyos sí fueron premiados a lo largo de su existencia.
Seguramente lo que evitó que Schopenhauer se tomara muy en serio fueron las condiciones envidiables en que desarrolló su filosofía, su arte y, en última instancia, lo que le gustaba. Como apunta la breve cronología al principio del libro: “La mañana del 21 de septiembre (de 1860, a los 72 años) su ama de llaves lo encuentra reclinado en el brazo del sofá con un gesto apacible. Schopenhauer ha ‘despertado’ del breve sueño de la vida.”