Leer Retrato del artista adolescente, de James Joyce, resultó un verdadero placer. Como todo mundo sabe, esta novela relata las andanzas del joven Stephen Dedalus, alter ego del autor.
Posteriormente, cuando se cumplieron 100 años del famoso Bloom’s day en 2004 (un siglo completo había transcurrido desde aquel 16 de junio de 1904 en que se ubican las aventuras del héroe de la novela Ulises, Leopold Bloom, del propio Joyce), adquirí, para conmemorarlo, el libro en traducción de J. Salas Subirat, editorial Colofón, 2001. Esta novela es en cierta medida la continuación del Retrato, pues Stephen Dedalus, sin ser el personaje principal, aparece como el hijo no consustancial de Bloom, y éste se preocupa por él como si realmente fuera su padre biológico, quizá por haber perdido al suyo propio, Rudolph, a los once días de nacido.
Pues bien, el libro de marras resultó para mí un verdadero tormento. Con grandes dificultades y frustración inicié su lectura para abandonarla a los pocos días totalmente decepcionado. Lo retomé varios meses después resuelto a no dar marcha atrás. Llegué hasta la página 269 (de 806) sin haber comprendido mayor cosa. Era idiota estar leyendo palabras sin sentido, una tras otra, con el único afán de terminar la “lectura” de uno de los libros más ilustres de la Literatura Universal, así, con mayúsculas.
Dejé el libro “olvidado” en la mesa del restaurante del hotel donde había ido a pasar unas cortas vacaciones y aprovechar para concentrarme en su lectura, sólo para que el mesero me alcanzara a los pocos pasos y me lo devolviera con cara de que debía vivirle eternamente agradecido. Al día siguiente, aprovechando que dejaba mi lugar de retiro, tiré el libro en el basurero del cuarto decidido a no meterme nunca más con Joyce. Desgraciadamente, en la recepción del hotel, al hacer el checkout, y una vez que el mozo hubo verificado in situ que no se consumió nada del servibar, con cara idéntica a la del mesero, me entregó el libro diciendo que “se había caído” en la basura. Al llegar a casa, lo sepulté “definitivamente” en el fondo de un cajón, con un separador en la referida página 269.
Tiempo después, al leer el diario inédito de Salvador Elizondo que Letras Libres publicó mensualmente durante un año, me enteré del encomio que éste hacía de la obra cumbre de Joyce, sin entrar en mayor detalle. Esto removió las viejas frustraciones que de tiempo atrás guardaba yo en mi interior. Sin embargo, en otra entrega del mismo diario, el propio Elizondo mencionaba el libro de Stuart Gilbert, James Joyce’s Ulysses / A Study, editorial Vintage, 1955, también, sin mayores comentarios.
La curiosidad me hizo ordenar esta referencia de Elizondo a Amazon. Desafortunadamente elegí como medio de entrega, por razones pecuniarias, el correo ordinario, y el libro se perdió. Fue tal mi enojo en aquel entonces contra la directora general de Correos de México, la inefable Purificación Carpinteyro, que bastante tiempo después me hicieron creer que el libro había aparecido y me lo enviaron, envuelto en un simple paquete. Fue tan burda la maniobra que me enviaron, para mi fortuna, Ulysses / The 1934 text as corrected and reset in 1961, editorial Modern Library, 1992.
Mientras tanto, releí el Retrato y leí Los Dublineses, también del genial irlandés, y, por otro lado, le solicité a una amiga el envío personalizado desde Estados Unidos del estudio del Ulises de Gilbert, el cual acabé de un tirón, una vez que me hubo llegado.
¡La luz se había hecho para mí!
Acto seguido, volví a leer el estudio de Gilbert, alternando sus capítulos con cada una de las 18 secciones en tres partes de que consta la obra de Joyce, pero ahora en la edición inglesa que tuvo a bien enviarme el correo mexicano, no en la española de Colofón.
¡Qué maravilla! No cabe duda que esta obra satanizada en un principio por los moralistas, al grado de haber tenido que ser autorizada su publicación por los tribunales estadounidenses el 6 de diciembre de 1933 (Joyce la escribió entre 1914 y 1921), y después por los gustos conformistas y convenencieros de las masas (la misma esposa de Joyce, Nora, pregunta James: ¿Por qué no escribes libros que la gente pueda leer?, según la magistral compilación de Gabriel Zaid en Letras Libres, Colegas admirables, número 125, mayo de 2009), es de los mayores deleites estéticos que uno pueda disfrutar en vida.
No es ociosa la comparación que hace Stuart Gilbert de la madurez alcanzada con el tiempo por Joyce con la de grandes pintores, como Picasso, aunque enfatizando que la de Joyce es seguramente única en literatura.
A mí me tomó prácticamente cinco años entender cabalmente el trabajo de James Joyce, y aún así tuve que releer una de sus 18 secciones (la decimocuarta, The oxen of the sun) en la edición española de Colofón, que de otra forma me hubiera resultado inentendible. Por algo afirmaba Joyce que a sus lectores les debería tomar entender sus obras por lo menos el mismo tiempo que a él le había llevado escribirlas, por ello renuncio a leer su trabajo postrero Finnegans Wake, que consumió algo así como 17 años de su existencia.
martes, 26 de mayo de 2009
sábado, 9 de mayo de 2009
Benedicto XVI no usa condón
No podría estar más de acuerdo con Su Santidad. Me explico.
Soy un viejo verde de casi 60 años (los cumplo en octubre), casado con una hermosa hembra de 43 (cumple 44 el mes que entra). El problema es que mientras yo únicamente me conformo ya con imaginar desenfrenadas escenas eróticas, ella quiere acción. Nuestro solo método de control de natalidad a lo largo de 20 años han sido los condones. Huelga decir que incontables veces nos hemos visto enfrentados a la desagradable “sorpresa” de que el látex se rompió.
En los últimos tiempos es ya la tercera ocasión en que nos vemos obligados a utilizar la píldora “del día siguiente”. Sin embargo, la última vez, ésta resultó infructuosa, o más bien debiera decir todo lo contrario, pues mi mujer lleva ya más de mes y medio sin regla. Me parece extraño ya que mis potencialidades no son precisamente las de un semental. A no ser que ella me esté ocultando algo, como algunas veces ha hecho conmigo mismo al obligarme a complacerla en la pequeña bodega de su tiendita de venta al público, previa activación de la alarma que ahuyente a curiosos o clientes impertinentes.
En fin, en esta ocasión me he visto obligado a actuar y tomar enérgicas medidas: me presenté a levantar una demanda ante la Procuraduría federal del consumidor (Profeco) para exigir de Sico, la conocida marca de productos espanta-cigüeñas, una satisfacción que restañe las funestas consecuencias del uso de los mismos: la creación de un fideicomiso para la manutención y educación de Eugenio, que así se llamará el nuevo miembro de la familia, porque, para acabarla de fastidiar, los miembros del honorable Congreso del pueblo de mochos donde vivo acaban de aprobar una ley antiaborto que define como ser viviente al óvulo fecundado aun cuando éste no se implante todavía en el útero, lo que vino a dar al traste con nuestro proyecto de darle cristiana sepultura a Eutanasio, nombre alternativo que habíamos elegido para el producto de nuestros devaneos.
Pues bien, la demanda en la Profeco la gané, aunque no de palmo como yo hubiera querido, pues Sico únicamente me proporcionó un paquete con 12 condones ultrasensibles marca Trojan. Ignoro la causa del alborozo de Elena, mi esposa, cuando le dije que lo único que había conseguido en la Profeco con mi denuncia era una dotación de condones para hacer el amor todo el año. Quién sabe que se habrá imaginado, pero lo averiguaré.
También ignoro si el Papa se habrá topado con los mismos problemas para descalificar tan flamígeramente a los preservativos.
Soy un viejo verde de casi 60 años (los cumplo en octubre), casado con una hermosa hembra de 43 (cumple 44 el mes que entra). El problema es que mientras yo únicamente me conformo ya con imaginar desenfrenadas escenas eróticas, ella quiere acción. Nuestro solo método de control de natalidad a lo largo de 20 años han sido los condones. Huelga decir que incontables veces nos hemos visto enfrentados a la desagradable “sorpresa” de que el látex se rompió.
En los últimos tiempos es ya la tercera ocasión en que nos vemos obligados a utilizar la píldora “del día siguiente”. Sin embargo, la última vez, ésta resultó infructuosa, o más bien debiera decir todo lo contrario, pues mi mujer lleva ya más de mes y medio sin regla. Me parece extraño ya que mis potencialidades no son precisamente las de un semental. A no ser que ella me esté ocultando algo, como algunas veces ha hecho conmigo mismo al obligarme a complacerla en la pequeña bodega de su tiendita de venta al público, previa activación de la alarma que ahuyente a curiosos o clientes impertinentes.
En fin, en esta ocasión me he visto obligado a actuar y tomar enérgicas medidas: me presenté a levantar una demanda ante la Procuraduría federal del consumidor (Profeco) para exigir de Sico, la conocida marca de productos espanta-cigüeñas, una satisfacción que restañe las funestas consecuencias del uso de los mismos: la creación de un fideicomiso para la manutención y educación de Eugenio, que así se llamará el nuevo miembro de la familia, porque, para acabarla de fastidiar, los miembros del honorable Congreso del pueblo de mochos donde vivo acaban de aprobar una ley antiaborto que define como ser viviente al óvulo fecundado aun cuando éste no se implante todavía en el útero, lo que vino a dar al traste con nuestro proyecto de darle cristiana sepultura a Eutanasio, nombre alternativo que habíamos elegido para el producto de nuestros devaneos.
Pues bien, la demanda en la Profeco la gané, aunque no de palmo como yo hubiera querido, pues Sico únicamente me proporcionó un paquete con 12 condones ultrasensibles marca Trojan. Ignoro la causa del alborozo de Elena, mi esposa, cuando le dije que lo único que había conseguido en la Profeco con mi denuncia era una dotación de condones para hacer el amor todo el año. Quién sabe que se habrá imaginado, pero lo averiguaré.
También ignoro si el Papa se habrá topado con los mismos problemas para descalificar tan flamígeramente a los preservativos.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)