viernes, 30 de mayo de 2025

¡Reprobados!

El otro día Elena me invitó a la plática Más rápido que la luz que impartiría el físico mexicano Miguel Alcubierre en la sala Mateo Herrera del Foro Cultural Guanajuato, situado en León. El local se llenó a reventar, prácticamente de puros chavos deseosos de aprender y satisfacer su curiosidad.

Independientemente de lo tratado durante la charla, no siempre fácil de seguir, fueron dos las ocasiones en que el expositor llamó mi atención. Primero, cuando preguntó a la audiencia, recordando al inmortal Galileo y haciendo escarnio de Aristóteles, que si soltáramos al mismo tiempo desde lo alto de una torre una bola de boliche y una pluma de pájaro e ignorando la influencia del aire -en condiciones ideales, dirían los clásicos-, ¿cuál de los dos objetos llegaría primero al suelo?

Si me responden ustedes que la bola, sentenció, ¡están reprobados!, pues llegarían los dos al mismo tiempo. De los experimentos de Galileo con planos inclinados -ya que lo de la torre de Pisa es más bien parte del imaginario popular- derivó Newton su ley de la gravitación universal.

Pero lo segundo que capturó poderosamente mi atención, pues de lo anterior ya había leído yo un poco, fue cuando inquirió a la audiencia por qué los objetos y los mismos tripulantes de la Estación Espacial Internacional (EEI) flotaban en el ambiente, de nuevo advirtió: si me dicen ustedes que por la ingravidez, ¡están reprobados! Y aquí sí me sentí aludido.

Se necesita algo más que los 400 kilómetros de altitud a los que se encuentra la EEI de la superficie de la Tierra para sustraerse a su fuerza de gravedad. Hagan de cuenta que se encuentran ustedes en el elevador de un edificio en el piso once y aquél se desploma súbitamente, ya quisiera yo ver, nos dijo, si no iban a flotar.

Entonces eso es lo que pasa con la EEI: está cayendo continuamente atraída por la fuerza de gravedad y por eso es que sus ocupantes y cuantos objetos ellos manipulan flotan. ¿Y cómo es que la estación no termina estrellándose contra la superficie del planeta? Ah, pues porque se mueve a una velocidad de 28 mil kilómetros por hora que la hacen seguir una trayectoria curva alrededor de la Tierra, pero, insisto ahora yo, la EEI está permanentemente cayendo.

¡Cuánta belleza, carajo!

Ya más con el tema de la plática, se me ocurrió a mí la siguiente pregunta: Einstein no era muy partidario de la mecánica cuántica, entre otras cosas porque no creía en la "escalofriante" acción a distancia entre partículas entrelazadas, ya que esto contravendría el principio de que nada hay más rápido que la velocidad de la luz, y aquí estaríamos hablando de instantaneidad, es decir, una velocidad infinita. Sin embargo, los Nobel de Física 2022 probaron esa "escalofriante" acción a distancia, ¿qué me podrías comentar tú? (https://blograulgutierrezym.blogspot.com/2024/03/escalofriante-accion-distancia.html).

Desgraciadamente, ya no alcancé a que me dieran el micrófono y la pregunta se quedó en el limbo, pero, no conforme, se la planteé a ChatGPT, que esto me respondió: Efectivamente, planteas una de las paradojas más profundas y fascinantes de la física moderna: el entrelazamiento cuántico y la aparente "acción fantasmagórica a distancia" que tanto incomodaba a Albert Einstein.

Ojalá este tipo de eventos tuvieran lugar más frecuentemente en mi querido rancho, para hacer mucho más cosmopolita a esta ciudad.

sábado, 17 de mayo de 2025

Un mundo muy particular

Algunos autores gustan de complicar su escritura hasta extremos incomprensibles, como Joyce, Faulkner, Proust, Woolf, Musil et al, lo que ocasiona que muchos abandonen el empeño de leerlos por más buena voluntad que se ponga en ello.

No obstante, existe otro tipo de literatura, complicadísima en sí misma, en la que ocurre todo lo contrario: el autor trata de ponerse a la altura del público en general y, sin complicaciones matemáticas o técnicas, hacer accesibles a todos los arcanos privilegios de unos cuantos. Me refiero, obviamente, a la literatura de divulgación científica, que, por más ardua y abstrusa que se vuelva, uno se niega a abandonar, pues siente el entusiasmo contagioso del que escribe, a la vez que disfruta del aprendizaje de conceptos harto abstractos.

Lo anterior me acaba de ocurrir con el libro nada reciente (1996) de Leon M. Lederman (Premio Nobel de Física 1988) y Dick Teresi La partícula divina / Si el universo es la respuesta, ¿cuál es la pregunta?, pero tan actual en sus conceptos que su edición más reciente data del 19 de septiembre de 2019, que fue la que leí en su formato digital, y no paré sino hasta la página 629, la última, muy a pesar de que los ingentes experimentos que reseña Lederman con todo detalle a lo largo del texto resultaron incomprensibles para un neófito como yo, pero, insisto, el entusiasmo del autor (ignoro por qué le dan a Teresi crédito también cuando es Lederman quien se encarga del relato en primera persona) y la belleza de los conceptos por uno aprendidos resultan enriquecedores e irrenunciables.

Todo esto tiene que ver con la física de partículas elementales, esto es, con lo que hay más allá del “indivisible” e “invisible” átomo y sus componentes fundamentales por todos ustedes conocidas: protones, electrones y neutrones. Fue así como aprendí que un protón está conformado por tres quarks, dos hacia arriba (up) y uno hacia abajo (down), a diferencia del electrón, que lo está por dos hacia abajo y uno hacia arriba, y a los cuales los gluones les sirven como una especie de “pegamento” entre ellos, tanto en uno como en otro caso. Lo impresionante radica en el hecho de que se haya llegado a tal grado de conocimiento de la materia.

También aprendí que lo que antaño se conocía como éter, es decir, el “vacío” que nos envuelve y en el que hasta Newton creía, no así Einstein, ha sido sustituido por el campo de Higgs y otra partícula elemental, el bosón del mismo nombre, la archifamosa partícula divina, y que le valió a Peter Higgs el Nobel de Física 2013 por haberla detectado en el Large Hadron Collider (LHC), Gran Colisionador de Hadrones, del Centro Europeo de Investigación Nuclear (CERN, por sus siglas en francés).

En realidad, Lederman quiso titular su libro La partícula maldita sea (The Goddamn Particle) por su dificultad para encontrarla, pero presiones editoriales lo llevaron a cambiar dicho título a The God Particle (La partícula divina).

Sin embargo, yo estaría de acuerdo en que se le llamase partícula divina, ya que al ser la responsable, junto con el campo de Higgs, de dar masa a las partículas fundamentales, dicha masa permite la formación de átomos, moléculas y, en suma, del mundo tangible.

¡Vaya un entusiasta aplauso para tan transcendental logro del Homo sapiens y su embelesadora belleza!