De
unos años a la fecha mi vida se ha vuelto monótona y aburrida, con todos los
males que esto lleva aparejado. A tal punto llegó la situación, que anhelaba yo
el arribo de un hecho fortuito que me viniera a sacar del marasmo, un correo
electrónico, me decía yo, que me cimbre y me haga reaccionar. Y el correo
llegó.
Hace
cinco años, cuando ayudaba a mi hijo a encontrar una opción de educación
superior, nuestra primera escala fue la UNAM campus León (Escuela Nacional de
Estudios Superiores, ENES). En aquella ocasión, aproveché la oportunidad para
entregar a las autoridades de la escuela mi propio currículo para sondear la
posibilidad de dar clases en el área de mi especialidad (matemáticas, pues soy
actuario). Poco después, tanto mi hijo como yo nos olvidamos del asunto, ya que
él se decidió por la Universidad De La Salle Bajío y a mí no se me dio más
pensar sobre el particular.
Pues
bien, cinco años después, mi hijo se graduó y yo recibía el añorado correo donde
la UNAM me invitaba a impartir cualquiera de las asignaturas entre cálculo
diferencial e integral, álgebra lineal, análisis numérico o probabilidad y
estadística en la licenciatura en Economía Industrial, justo lo que había
solicitado desde aquel ya lejano 2011 y que en fechas más recientes había
deseado fervientemente, aunque sin una focalización tan precisa. Tuve una
reunión donde se me explicó esto y en la que me invitaban a impartir una clase
muestra de 15 minutos sobre cualquier tópico de alguna de las referidas
materias.
La
fecha seleccionada para este “examen de oposición” fue el viernes 25 de
noviembre de 2016 y escogí hablar sobre el concepto de límite en cálculo, sin
que requiriera comunicarle a nadie mi elección ni el medio que iba a utilizar
para exponerlo. Para hacer ver “moderno” a un adulto mayor, mi hija me preparó
una primorosa presentación en PDF y PowerPoint con el material que yo le
proporcioné. Y ahí estaba yo, dos horas antes del tiempo acordado y con mi USB
en el bolsillo, dispuesto a enfrentarme a los dos o tres sinodales que en suerte
me correspondieran. Tuve que esperar 15 minutos adicionales para que el salón
donde tendría verificativo la prueba estuviera dispuesto, pues se aplicaba en
esos momentos un examen a 30 o 40 alumnos, ¡que al final resultaron ser mis
sinodales también!, además de los dos docentes que yo había
supuesto.
Experimenté
vértigo en todas sus acepciones, pero intenté controlarme, inicié la
presentación a tumbos y logré estabilizarme un poco, hasta rieron de buena gana,
tanto alumnos como maestros, ante algo que dije en serio pero que, me di cuenta
al instante, resultó ser una muy buena ocurrencia. Adquirí un poco de confianza
para perderla casi de inmediato al sentir que me fallaba la respiración. Sentí
que me hundía irremisiblemente. Terminé naufragando con el sencillo ejemplo de
límite que les mostré desde un principio, pero cuyo resultado había que
demostrar. Para entonces, ya había logrado contagiar a todos los presentes de mi
nerviosismo y la inquietud de los dos profesores era
patente.
Total,
un fiasco, un rotundo fracaso y el ridículo, nunca antes me había autoinfligido
un daño como éste, quizás únicamente comparable al que experimento ahora al
recordarlo, aunque también me sirva de catarsis. Al final, los presentes me
tributaron un “caluroso” aplauso, tal vez más producto de la lástima que de
reconocimiento por algún nimio acierto que haya tenido durante mi
comparecencia.
Siempre he sido muy crítico para con los demás, a los que no perdono la más pequeña falta, me toca ahora ser congruente y aplicar la crítica para conmigo mismo con tanto o más rigor.